Ese desesperante viento…
Octubre 2013
Ruge el viento desesperantemente, como el silbido de un cuchillo que te taladrara el alma, no hay manera de guarecerse de la polvareda constante de esta infame jornada. Siento que los nervios están a punto de estallarme y quizá sea la veteranía misionera que dan los años junto a las muchas gracias derramadas, las que me dan tanto soporte y tanto aguante.
Estoy sentado en uno de los escalones de la humilde escuela y no estoy haciendo nada de particular; pero me gusta mirar… contemplar… sobre todo ver a los pequeños jugar. Esos seres sin pretérito, ni melancolías, ni memorias por contar; pequeñas personas sin rencores ni prejuicios que nos puedan separar.
A mi lado, sentada un escalón más abajo está la hermana; curtida mujer de Dios, con muchos años de misiones varias a las espaldas. Veo a esta extraordinaria mujer enhebrar la aguja mientras un niño se despoja del harapo de su camiseta de un color anaranjado desteñido con el logo de alguna prestigiosa universidad americana a medio borrar y se la alarga tímidamente para que le zurza el enjambre de descosidos.
Miro… y veo como se miran el niño y la hermana… y pienso cómo será el corazón de una mujer que ha venido de tan lejos, dejando atrás una estela infinita de renuncias y sacrificios… para zurcir harapos en esta lejana misión africana.
Me quedo mirando – asombrado – y es que el niño de moreno torso desnudo se ha sentado,- acurrucado diría más bien -, tan cerca de la religiosa que el velo de blanco inmaculado, como la vida de esta mujer, zarandeado por el viento, le arropa hasta que ha desaparecido completamente el niño. Preciosa metáfora improvisada de la Iglesia, que es madre y es hermana y a todos nos abraza. Un pequeño somalí junto a una misionera de vida entregada, arropados muy juntos el uno junto al otro, como paradigma imposible de quienes son testigos del Dios que no tiene nada.
Remendar zurcidos, “sanar corazones desgarrados”, dirá el profeta…
Allí sigo yo sentado y veo…
…cientos de niños más que juegan y corretean detrás de los jóvenes voluntarios que han venido de España; me maravilla su entusiasmo, su generosidad y su incansable entrega. Veo en ellos lo más noble y lo más limpio que hay en la gente joven de todo tiempo y lugar, tan llenos de sueños y posibilidades, de esperanzas, y temores ante las incertidumbres de la imprevisible fragilidad del mañana.
Y me miro a mismo, en ese escalón sentado y pienso para mis adentros con tanta andadura navegada, sobre vericuetos y tormentas en mi propia juventud gastada y me pregunto si a estas alturas, después de tanto remo en la tormenta y la calma, después de tanta boga y tanta brega, si en el zurrón de mi vida misionera pesarán más en la balanza de la vida, los recuerdos o los sueños; las nostalgias o las esperanzas. Pienso si en la pupila de mi alma, está la mirada puesta en el crepúsculo del implacable atardecer de una jornada que se acaba o en la alborada de un nuevo día, el de la eterna mañana.
Y es que yo sí que tengo recuerdos agradecidos, aunque a veces revueltos como la polvareda de esta loca jornada… yo no soy como estos niños que únicamente tienen el mañana, cuya vida es presente continuo sin una brizna de nostalgia; yo sí que soy anamnesis agradecida al Dios de la vida, que todo me lo dio a cambio de nada. El Dios de las caricias, las ternuras y las gracias; el Dios de pobres, marginados y canallas; el Dios de aquellos a los que ya no les queda ni la esperanza; el Dios a contrapelo, radical y transparente… el Dios que sin decir, irradia…que si discursos rimbombantes a ricachones mundanos y adulantes, sienta en el banquete del Reino a cojos, ciegos y a tantos perdidos caminantes.
Pero en un instante todo cambia…
Oigo correr y el cuchichear de los médicos que atienden incansables de la fila interminables de mujeres ancianos y niños todas las heridas, de su cuerpo y de su alma; me levanto presuroso y me acerco a ellos, en el preciso instante en que de nuestro improvisado dispensario, sale una pobre madre somalí con un diminuto niño arropado en su rebozo. Más me asombra, extrañamente, la preocupación escrita en el rostro de los médicos que la mirada vacía y resignada de esta mujer cansada.
No recuerdo su nombre, únicamente me dicen que no es de este pueblo, que ha venido caminando de lejos y que su hijo está muy grave, que la vida se le apaga. Me llama de nuevo la atención la intranquilidad de los médicos… ¿Quién sabe si regresará esta mujer mañana?
Los temores se cumplen, como era de temer. No regresa y la intranquilidad de médicos y enfermeras se palpa aun en medio del incesante ir y venir de enfermos aquejados de una interminable letanía de males. Preguntan por ella, nadie sabe nada, no es de aquí…
Hasta que por fin aparece una señora que dice saber de su clan y de su choza… y en ese momento algo se dispara en mi cabeza… y no me lo pienso dos veces…de entre el racimo de niños que se arremolinan en torno a la hermana esperando su turno para ver remendados los rotos de sus ropas y recibir una dosis inmensa de cariño… agarro literalmente a la hermana por la manga del hábito y le digo, más bien le grito: “come, let´s go, we must find that child or it´s going to die!”(¡ven, vamos, tenemos que encontrar ese niño o se va a morir!)…
Desde atrás del todoterreno la voz de la mujer somalí me va dando indicaciones de por dónde ir a la choza de la mujer, el camino se me hace interminable; senderos, vericuetos, quiebros imposibles en la calzada; senderos de arena, lodazales que ponen a prueba todo lo que sé de conducir… de pronto, se estrecha la senda entre un desfiladero tupido de arbustos típicos del desierto con púas y espinos que arañan la pintura del vehículo que parece que lo van a dejar en carne viva; no me inmuto, sigo con el pie adherido al acelerador… Tengo que encontrar a esa madre y a ese niño ¡cueste lo que cueste! Al niño le va la vida… ¡y a mí también!
Tras lo que parece un viaje interminable damos por fin con la miserable choza y sin más preámbulos o protocolos atravesamos la empalizada de ramales directamente al interior. No se ve nada, el sol nos ciega y abrasa pero ahí está la madre con el niño; tiene al criatura en el entrecruzar del ante brazo mientras torpemente trata de darle a beber de la botella de suero que los médicos le habían dado ayer…
La hermana es la que sabe lo que hay que hacer, está justo delante mío mientras trata de explicarle a la madre la gravedad de la situación; en ese instante se gira hasta quedar la hermana frente a mí con el niño envuelto en el escapulario del hábito; la miro la fracción de un instante y veo que esa criatura lleva la muerte escrita en el rostro; la madre sigue ahí aturdida por el miedo, el dolor y la resignación ante tantas miserias como le ha deparado la vida.
Sin dudarlo, subimos a la madre y a nuestra guía en el vehículo, la hermana abrazada al niño… veo por el retrovisor que la hermana reza, me llama la atención que no reza con los labios, sino que toda ella reza, con todo su ser, ¡que todo ella es oración…! y yo sólo tengo ese retrovisor para salir de ahí, el vehículo totalmente empotrado entre dos muros de ramas de espinas punzantes. Si ya era difícil llegar, salir de allí y maniobrar todo ese largo trecho marcha atrás perecería imposible… Yo también rezo, algo grita en mis adentros, grito mi oración como un susurro mirando fijamente el retrovisor… La veo a ella que perfora al niño con la mirada y veo la senda por donde pretendo salir…
Marchamos hacia el hospitalillo de Kalafo. Cruzamos el pueblo dejando una estela de polvo que a todos embadurna a nuestro paso, las gentes se vuelven a mirar ante tan extraño espectáculo. Freno en seco al llegar al cochambroso centro médico y las puertas todas se abren simultáneamente como un estallido… Buscamos a los enfermeros, al personal ¡a quien sea, alguien que nos pueda ayudar!… no hay médicos en Kalafo. Nunca los ha habido.
Nos abalanzamos hacia la puerta destartalada donde adivinamos que dice en somalí “Emergencias”; la hermana, que lleva más de treinta años “ejerciendo la medicina” sin ser médico ha traído su equipo portátil; acuestan al bebé aún envuelto en una tela mugrienta multicolor que tiempo atrás debió ser ropa de su madre; yo estoy apoyado contra la pared, tengo un nudo en la garganta y siento un deseo incontenible de llorar…
Sientan a la madre en una silla coja de plástico verde y comienza a llorar; me asombra su serenidad, es la viva imagen de todas estas gentes para quienes la vida es un milagro, y estar vivo una excepción, donde la existencia se esfuma de puntillas tan improvisamente como llegó.
En el lado contrario de la sala la hermana y dos asistentes sanitarios más, parecería que están descuartizando al niño, en realidad, cada uno por una parte diferente de la criatura luchan contra reloj por encontrar donde colocar una vía, el niño es diminuto, apenas dos meses de vida; buscan en las venas de la cabeza, los brazos, los pies… Miro al pobre niño y me parece estar viviendo una estación del via crucis… el niño no se mueve, no llora, apenas si respira, verlo ahí tumbado es como ver colocar a Cristo sobre el madero tosco de la cruz… Pasan los minutos, es evidente que el niño padece no solo anemia y desnutrición extrema, está enfermo de malaria cerebral… Y se va a morir en cualquier momento…
Todos pinchan y pinchan, hurgan aquí y allá; yo rezo desesperado viendo como la vida de esta criatura se va escapando, deslizando por entre los dedos del personal…
Me acerco a la madre, le pongo una mano en la cabeza y con la otra trato de acariciarle la cara, la tomo de la mano y poco a poco la mujer se va serenando hasta que deja de llorar. No puedo ni imaginarme la angustia y la soledad que debe llevar en el corazón; qué punzón ardiendo no debe tener clavado en la boca del estómago…
Mientras susurro mis rezos, miro a la madre y a otras dos señoras que se han acomodado a nuestro lado y me pregunto qué pensarán de un sacerdote católico y una religiosa que luchan con mucha más pasión y empeño que su propia gente por salvar la vida de este niño. ¿Será este momento que estamos viviendo lo que es de verdad evangelización?
En eso la hermana, sin dejar de pinchar pregunta si tienen suero ¡sí que tienen! nos dicen milagrosamente. Abren un viejo armario oxidado, y de una caja rota de cartón, debajo de un unos folios, batas sucias de hospital y no sé cuánta más cochambre, sacan una botella de suero… No me acabo de creer nuestra suerte… ¡pero resulta que no tienen el equipo que conecta la bolsa de suero a la canícula que va directamente a la vena!
Salgo corriendo como alma en pena del hospitalillo y empiezo a recorrer de un lado a otro los callejones y tugurios en busca de la “farmacia” en mi mal chapurreado somalí. Qué cara de angustia no me debió de ver el hombre que literalmente me alarga un puñado de tubos de plástico y más agujas intravenosas.
Corro de vuelta al hospital con un nudo en la garganta pensando si tanto esfuerzo y tanta angustia como llevamos encima en esta mañana misionera habrá servido para algo… Y cual no es mi sorpresa, cuando veo atravesar la reja del portón de la entrada, la gigantesca sonrisa de la hermana al tiempo que me grita: “We did it! We did it! In the head… thank you Jesus!” (¡Lo conseguimos, lo conseguimos! En la cabeza. ¡Gracias Jesús!).
Era ya cerca de medio día, tenía que volver a la escuela donde seguía en plena función el campamento de más de doscientos niños y las labores de dispensario con tantos enfermos como estaban aún atendiendo los médicos.
Llegué a la escuela y me senté de nuevo en el escalón… se fueron acercando los niños, los más chiquitines y se fueron arremolinando a mi alrededor.
Sigo ahí sentando, pienso en ese niño que acaba de estrenar la vida y no ha conocido más que el incomprensible sufrimiento de los inocentes, de quienes no entienden nada… Pienso en su pobre madre y en por qué la vida ha sido tan injusta con ella… y pienso también por qué ella ha tenido la increíble surte de haberse encontrado con un grupo de cristianos, de misioneros a quien su hijo, si sobrevive, le debe la vida para siempre.
¿Por qué este niño y esta madre han tenido tanta suerte y tantos otros niños y tantas otras madres no han tenido a nadie que les socorriera?
Siento como del estómago me surgen a borbotones tantas preguntas…
¿Por qué no hay médicos en Kalafo ni medicinas, ni hospitales dignos de personas humanas (ni aquí ni en miles de kilómetros a la redonda)?
¿Por qué hay tanta gente en la Iglesia que no hace nada?
Siego en ese escalón sentado y veo a esos pobres niños corriendo detrás de unos jóvenes blanquitos que hoy con todo el amor de su corazón se lo dan todo a estos chiquillos pero mañana se habrán marchado a su lugar, a vivir su vida, y aquí quedarán estos pobres niños, sin nada, solos con su soledad… Niños para quienes el futuro no existe; para quienes el mañana no será mejor; vidas absurdas, indignas de seres humanos de toda clase y condición.
¿Por qué hay niños que lo tienen todo y niños que no tienen nada? ¿Quién les explicará a ellos el sentido de la vida? ¿Quién podrá explicarles de manera que lo puedan entender para qué vinieron a este mundo? ¿Quién les explicará por qué la vida ha sido tan tacaña con ellos…?
Pienso en tantos católicos en España y en tantos otros lugares de nuestra bendita cristiandad que no hacen nada o que podrían hacer mucho más… Y me indigna tanta injusticia contemplada con tanta pachorra, con tanta modorra, con tanta calma…
Cuando la vida se acabe ¿qué dirá Dios de nosotros que recibimos la gracia de la fe y el Santo Evangelio? Que alegaremos los Epulones en el día del recuento final ante tantos Lazaros en la puerta del Reino, que nos recordarán que nosotros tuvimos todas nuestras riquezas en la tierra y por eso llegamos como pordioseros a las puertas del cielo…
Vuelve a soplar el polvo infernal, entra por todas las rendijas del cuerpo y del alma… y le pido al Dios Bendito, el Dios que anda por estos arenales cubierto de mi mismo polvo, que me dé aguante, que me dé aguante para llegar hasta el final sin rendirme jamás.
Pienso en tanta gente que piensa para sus adentros que yo no debería estar en esta misión, que es una pérdida de tiempo, que podría estar haciendo cosas mejores, predicando a no-sé-qué gente, no-sé-qué sermones… ¡Qué estoy malgastando mi vida! Y es que en el fondo, lo que piensan es que esta gente no vale nada, no se merecen nada…
En cambio, yo les veo jugar en la polvareda o en el lodazal y no veo sino cristos rotos, abandonados, pequeños cristos inocentes clavados al madero de una vida infernal… Y sólo pido ojos para contemplar…
Me río cuando pienso cómo se han puesto de moda las palabras de nuestro Papa Francisco: “pastores con olor a oveja”… y me río porque yo llevo oliendo a haitiano y a somalí muchos, muchos años…
Oler a haitiano es oler a Cristo…
Oler a somalí es oler a Cristo…
Yo sigo ahí sentando en el mismo escalón mientras uno de los pequeñines que solo lleva una camiseta de muchas tallas de más por todo vestido, de un ocre indefinido, que me tira de la mano para que me levante y vaya con los más chiquitines a jugar… Y en ese momento caigo en la cuenta de que mientras haya un niño que me tome de la mano y quiera jugar conmigo, “este pueblo será mi pueblo y su Dios será mi Dios”.
Termino de escribir pero…
Sigo sentado en ese escalón y miro… y veo a Dios jugar con los niños del arenal… y pienso en lo afortunado que soy, y doy gracias al Dios que me sonríe y me dice que no malgasta la vida quien juega con los niños envuelto en este viento infernal.
Os bendice y os pide oraciones.
Padre Christopher
Para colaborar, aquí tenéis los datos.
Titular: Fundación Misión de la Misericordia
Entidad: BANKINTER
Número de Cuenta: 0128-0014-73-0100029293
Iban: ES0801280014730100029293
Código SWIFT o BIC: BKBKESMMXXX
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